Hay tardes de agosto en las que desearías, más que ninguna otra cosa, sentarte sobre una piedra junto a un balcón abierto. Tardes maravillosamente tristes, en las que desearías que todas las piedras fueran planas.
"Todas las flores eran de plástico, todos los patos eran de goma, todos los girasoles estaban a la sombra, y no nos importaba nada." A veces creo firmemente que debería dejar de escribir sólo para empezar a escuchar, sin interferencias, lo bien que dicen otros. Y otras.
Cuando agosto empieza a boquear, y piensas que los días de verano acabarán apestando en la orilla bajo el sol como peces muertos, sucede algo. Suceden días lluviosos, aunque sucedan lejos.
Yo no pido entender, por eso no me esfuerzo en escribir cosas que se entiendan, siempre habrá alguien que le encuentre algún sentido a lo que estoy escribiendo, dice. Tampoco tenían sentido las mañanas, o perseguir a un erizo. Y mira por dónde.
En el último momento, sobre la mesa, las cosas de uno parece que se alejen de uno. Como si no quisieran regresar al lugar de donde partieron, como si quisieran perderse, como si prefirieran seguir su vida sin nosotros.
Un barco es muy parecido a otro y el mar es siempre el mismo, dijo. Y pienso que quizá deberíamos gastar el tiempo que nos queda en aprender a hacer pequeño cualquier dolor, hasta que cupiera en una nuez. Y dejarlo navegar. Y que se fuera bien lejos.
¿Recuerdas cuando el infierno se parecía a, eso que dice Juanjo Saéz del Mayor Tom, estar perdido en el espacio, sentirse ajeno a este mundo, sentir que no tenías nada que ver con los demás, querer a alguien y no poder hacerlo y estar completamente solo? Yo no.